El niño que sabía mirar
Érase una vez un niño de ojos grandes y negros como la noche que iba con gusto a la escuela pese a que ningún compañero deseaba jugar con él porque les parecía más divertido jugar con sus celulares. Así que el niño tomó la costumbre de pasear solito en los recreos. El patio de la escuela era verde y grande, y la pasaba muy bien caminando entre las flores que brotaban alegremente aquí y allá.
Una tarde, los ojos grandes y negros de aquel niño se iluminaron. Un rayo de sol, que se asomaba por una nube y cruzaba el cielo, se apoyó sobre una de sus manos. De repente, vio un espectáculo asombroso. Dentro del rayo de luz había una infinidad de puntitos que flotaban y se movían y parecía que bailaban. Y sintió muchas ganas de ponerse a saltar con ellos. Nadie se dio cuenta de que el chiquito bailaba solo en medio del patio, porque cada uno estaba en su mundo pero al rayo de sol le gustó mucho la danza del niño y encontró por demás de agradable su compañía. De modo que comenzó a visitarlo, y, cada día, pasaba a través de la ventana y le daba su calor.
Otro día, los ojos grandes y negros de aquel niño brillaron cuando una mariposa muy atrevida se apoyó en la punta de su nariz. El niño se puso muy contento con la visita. Entonces, la mariposa le mostró que en sus alas había muchísimas flores, como en un jardín, y hasta pudo olerlas, tan cerca estaban de su nariz.
-“¡Nunca imaginé que las mariposas olían a rosas!”- exclamó el niño. A nadie le sorprendió que el pequeño hablara solo pues ninguno de sus compañeros le prestaba atención.
Al llegar la primavera, los ojos grandes y negros del niño brillaron cuando comprendió por qué el árbol del jacarandá tiene las flores de color celeste.
-¡Se debe a esa costumbre de estirar bien alto las ramas y hundirlas en el cielo como si fuera un pincel en la tinta!”- exclamó el niño, y oyó que al estirar las ramas el árbol hacía un ruidito como el de las olas del mar. Así fue como lo trepó para oír mejor. Por supuesto, nadie dijo nada del niño que había subido muy alto porque sus compañeritos ni siquiera asomaban su cabeza para mirar al patio.
Cierta tarde, el más bajito de los chicos de la clase se largó a llorar y nadie sabía bien qué le pasaba. El niño de ojos grandes se sentó junto a él, muy calladito. El chiquito dejó de llorar porque sintió curiosidad. No entendía qué hacía aquel extraño niño que no se había movido de su lado. Entonces, se dio cuenta de que era por demás de agradable su compañía y desde aquél día se volvieron amigos inseparables. Junto a él descubrió a los bailarines viajeros del rayo de luz, y aunque nadie los miraba, era muy hermoso ver a los dos niños bailando danzas bajo el solcito.
Semanas después, la niña que se sentaba en el primer banco se olvidó de traer las pinturitas para la clase de dibujo. Entonces, el niño se apiadó de ella y para que la maestra no la retara hizo rodar su propia cartuchera por el suelo hasta que quedó estacionada entre los zapatos de su compañera. Ésta, muy sorprendida, se acercó luego al niño para darle las gracias y se topó con esos preciosos y grandes ojos negros. Y encontró que su compañía era más agradable que estar jugando con el celu. Y aquella tarde se vio a tres niños danzar entre las flores del jardín.
La cuestión fue que, para las últimas clases del año, ya todos los alumnos de la escuela salían a jugar al patio durante el recreo porque se habían enterado de las cosas increíbles que sucedían allí. La maestra estaba muy sorprendida porque los chicos habían comenzado a mirarse a los ojos y jugaban a más no poder. Le interesaba saber quién le habría enseñado a ese niño a mirar tantas maravillas, pero no se atrevió a preguntarle. No quería pasar por indiscreta. Es más: cuando llegaron las vacaciones seguía pensando en aquel niñito que había cambiado a todos con su mirada.
Una fresca mañana de verano, la maestra vio al niño de ojos grandes jugando solo en una plaza. Después se dio cuenta de que en realidad no estaba solo. Una señora morena de ojos grandes y oscuros estaba sentada en el banco de madera, a su lado. La mujer no parecía tener ningún apuro. Su cara se veía feliz y reía con gran ternura ante las ocurrencias del niño. Estuvo mucho tiempo sentada allí.
- ¡Encontré el tesoro!- exclamó por fin el niño y colocó una enorme oruga sobre las manos de su madre.
La maestra se acercó más y más para verlos, pues era una bella escena.
- ¡Oh! Este bichito tiene la piel que parece un terciopelo– dijo la mujer al acariciar dulcemente el cuerpo de la oruga.
Al cabo de un rato, el pequeño dejó a la pobre la oruga sobre la plantita donde vivía. Mientras tanto, la mujer tomó su bastón blanco, de esos que usan las personas no videntes. Con la otra mano buscó el hombro de su pequeño hijo para apoyarse en él, se levantó y el niño ayudó a su mamá a caminar por el camino de jacarandás. Su mamá no podía ver, pero le había enseñado a mirar con los ojos del corazón simplemente estando con él, escuchándolo, pasando tiempo juntos, tranquilos y sin apuro.
El niño y su madre se marcharon riendo, y la risa sonaba tan dulce a los oídos que los pajaritos dejaron de cantar para escucharlos.
FIN
Autora: Sarah Mulligan
Ilustradora: Sarah Mulligan
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