El niño de los ojos de río

Había una vez una niña de ojos dulces con forma de caramelo que amaba con todo su corazón al niño de la casa vecina. Se habían conocido desde muy pequeños y habían crecido juntos.

Todas las tardes caminaban hacia el muelle, arrojaban pequeñas piedras en el río y miraban juntos el atardecer. Les gustaba decir sus deseos con cada piedrita que lanzaban, como si aquel fuera un gran cofre que los atesorara por siempre. Los ojos del niño eran del mismo color de sus aguas y la pequeña sentía que sus sueños también serían atesorados por aquel río que él guardaba en su mirada.

Un buen día, el niño se enfermó de leucemia, y ya no hubo más atardeceres de sueños guardados en piedritas. Pasaban las semanas y el niño seguía muy débil, en cama. Su piel se había vuelto muy pálida y se veían cansados sus ojos de río. La niña de los ojos de caramelo lo visitaba por las tardes y se quedaba junto a él leyéndole bellas historias que mucho lo alegraban.

Transcurrió el tiempo y la salud del niño de los ojos de río empeoró. El médico anunció que debía ser operado. “Trasplante de médula ósea”, escuchó la niña, y no comprendió qué significaba aquella frase tan difícil. Entonces, le preguntó a su papá, que era médico, y le explicó que era una operación muy sencilla. La médula ósea no es la que atraviesa la columna vertebral y transmite los impulsos nerviosos, sino que es la porción blanda que está en el interior de los huesos y funciona como la fábrica de sangre de todo el cuerpo. Es posible sacar esa sangre de la parte interior del hueso de cualquier persona viva y colocársela a quien la esté necesitando.

–         ¡Papá! ¡Quiero regalarle mi médula ósea a mi amigo!- exclamó la niña de los ojos de caramelo.

Pero él le dijo:

–         Sólo quienes tienen más de 18 años pueden donar su médula ósea, mi pequeña. Si fueses mayor, primero deberían sacarte un poquito de sangre en el sanatorio y los médicos la enviarían luego a un centro de donaciones de órganos. Pasado un tiempo, después de hacer los estudios necesarios, te avisarían si hay alguien con genes idénticos a los tuyos que esté necesitando esa partecita de tu médula ósea.

–         Pero, papá, se supone que los propios familiares son los que tienen genes iguales.

–         A veces sí, aunque la mayoría de las veces, no– le replicó éste. Sin embargo, puede suceder que alguien, en el otro extremo del planeta, tenga el mismo código genético aunque no haya nacido del mismo padre y de la misma madre. A ese extraño se lo llama “Gemelo”.

La niña abrió muy grandes sus ojos de caramelo. Siempre había sentido que no había nadie en el mundo con un corazón más idéntico al del niño de los ojos de río que el suyo. Sin embargo, su gemelo genético podría estar en Alemania o en la China. ¿Cómo harían para encontrarlo?

La solución era que muchísimas personas se extrajeran un poquito de su sangre y que sus datos queden guardados en el banco genético para que existan mayores posibilidades de encontrar gemelos. El problema es que nadie conoce lo que es donar su médula ósea. Entonces, hay muy pocos donantes.

– Si supieras, mi pequeña, lo sencillo que es donar la médula ósea, todos estarían haciéndose el examen, dijo su papá entristecido. Te internás unas horas en el sanatorio, te hacen una punción que casi no duele y con  eso tan sencillo le regalás la vida a alguien.

Al final no era tan complicado donar solo unas horas de su vida para entregarle miles de miles de horas a un extraño de genes idénticos con quien seguirá teniendo un lazo de amor por siempre, suspiró la niña de los ojos de caramelo. E imaginó la felicidad de su amigo de los ojos de río y la de toda su familia, y la de los chicos de toda la escuela, y pensó en los hijos que un día su amigo llegaría a engendrar, y en los hijos de sus hijos, y una gruesa lágrima rodó por su rostro. Siempre le había temido a las agujas pero ahora creía firmemente que no habría pinchazo más maravilloso que aquél que donaría vidas y alegrías multiplicadas en el tiempo.

Entonces, corrió a la casa de su amigo, lo miró profundamente, y sumergió en el río de aquellos ojos verdes su sueño de encontrar a su gemelo, y en un susurro emocionado le prometió que lo ayudaría a encontrarlo. El niño sonrió. Con cierto esfuerzo sacó del bolsillo una piedrita escarlata y le pidió a su amiga que la tirase al río de los sueños.

          La niña tomó la diminuta piedra, corrió hasta el muelle, y, con el corazón colmado de amor, la arrojó en las aguas. Al regresar a su casa tomó un cuaderno y en cada página escribió algo. Luego recortó las hojas y se las entregó a sus maestros y a sus compañeros del colegio. Estos llegaron a sus casas y tomaron un cuaderno y copiaron aquellos párrafos y repartieron las páginas a sus familiares y a sus amigos. Las palabras escritas por la niña fueron publicadas en internet y algunos periodistas curiosos las imprimieron en periódicos, y el papelito se propagó a otros países y fue traducido a varios idiomas y fueron muchos quienes, desde distintas partes del mundo, donaron unas gotas de su sangre en ese tiempo, mientras el niño de los ojos de río esperaba en su cama.

Un joven que gustaba de los atardeceres en el mar de su España natal, encontró en sus orillas una pequeña piedra escarlata traída por la marea desde tierras muy lejanas y la tomó entre sus manos.

En ese momento alguien le contó que mucha gente estaba donando su médula ósea para regalarles vida y alegría a tantas otras personas y sintió el repentino impulso de ir al sanatorio. Un tiempo después le avisaron que un niño de Argentina tenía sus mismos genes y necesitaba una diminuta porción de su médula ósea. Volvió al sanatorio y pasó allí las horas más felices de su vida. Con una aguja le extrajeron sangre del centro de unos de sus huesos, y al atardecer volvió a su mar y miró al sol esconderse en un cielo lleno de colores distintos y rogó que aquel gemelo argentino pudiera gozar de muchos atardeceres.

El niño de los ojos de río recibió la sangre de aquel joven, sanó y vivió muchos años más. La niña de los ojos de caramelo siguió guardando sus sueños en las verdes aguas de su mirada hasta que fueron muy viejitos.

Y  cuenta la historia que un anciano español que contemplaba un atardecer sobre el mar fue visitado por cuatro hermanos, dos jovencitas con ojos de caramelo y dos muchachos con ojos de río.

Ellos se sentaron a su lado, arrojaron juntos muchas piedritas y le agradecieron el haber nacido gracias a un pinchazo y a unas pocas horas donadas a un desconocido.

FIN

Autora: Sarah Mulligan
Ilustradora: Sarah Mulligan
(Todos los derechos reservados)

 

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